Un lugar puede ser muchas cosas

Dar positivo en Covid-19 y entregar tu cuerpo al sistema. Aislarte sin poder abrir la puerta. Explorar la soledad en compañía, encontrar tranquilidad y obsesión en la incertidumbre. Lo virtual como puente. Crónica de un contagio desde la propia piel y sin soltar la lavandina.

Miércoles: Me lleva mi mamá a hacerme el hisopado. Vamos en el auto con barbijo escuchando Lenny Kravitz. Nada puede salir mal. Me bajo sola y tengo el primer turno. Viene una médica a la cual no le veo un centímetro de piel ni de cara. Me mete el hisopo por la garganta y por una de las fosas nasales. Pienso que llegó al fondo y me dice “para que todavía me falta un montón”. ¿Hasta dónde llega esta mierda? Me empiezo a sentir mal. Me pongo pálida. La médica me acuesta y me da agua. Me dice con cariño que no importa la otra fosa, que con esto ya estamos. Pago, me pongo alcohol en gel y escapo.

21:01 recibo un llamado desconocido: es la chica del laboratorio. Di positivo en Covid-19. Me largo a llorar. Me siento culpable cuando le aviso a la gente que estuve viendo los días anteriores, pero la pandemia es así. Ni siquiera sé si a quién le estoy avisando es quién me contagió. Estamos todos en la misma.

Jueves: Golpea la puerta de casa un astronauta, me vienen a buscar. El tipo me choca los 5 y mi mamá mira todo por la ventana. Me quiero quedar en mi casa. No puedo. Mi cuerpo ya no es mío, es del Ministerio. Me buscan en una hora. Armo el bolso. Meto ropa, toallas, la compu, café, el parlante y el dildo que me regaló mi novio la semana pasada casi anticipándose a los hechos. Quién me busca me rocía toda con alcohol, sube mi valija, me dice “vamos tranca” haciendo un ok con la mano y cierra la puerta. Me cae bien. En la ambulancia pienso en mi papá. Lo bueno de estar entre médicos es que me siento cerca de él. Llego a la clínica Santa Isabel de Hungría. Cuando entro a la habitación me entero que es compartida, así que no usaré la mitad de lo que traje. Me duermo reventada hasta las 4 am que vienen a sacarme sangre. Siempre me desmayo pero esta vez solo me quedo dormida. Sueño que me cortan los dedos con tenedor y cuchillo como si fueran un ojo de bife, están llenos de sangre pero no me duelen. Me despierto de buen humor. Me hago un café batido con el Dolca que me dió mi madre y agarro el celu: veo la red desplegarse en la pantalla. La red es ese entramado de afectos que aparecen cuando pasan cosas muy malas o muy buenas para compartirlas. Veo a toda esa gente cerca y me siento bien. Chateo con todos, mando audios, me gusta contar la historia. Les digo que se cuiden, que los asintomáticos son una garcha. Me pongo a estudiar epistemología porque planeo rendir desde el hospital o desde donde sea que esté en 4 días. A la tarde tengo una videollamada con las chicas de nuestra revista sobre las notas de septiembre. Les cuento que mi compañera de cuarto me dejó hacer la videollamada. Se llama Vanessa. 29 años. Petisita y abrazable. Es enfermera e iba a trabajar en micro, starter pack del positivo en Covid. Si entendí las respuestas que dió al médico, su novia se llama Érica. Acá la intimidad juega de manera extraña. Voy a escucharla hablar con Érica y va a escucharme hablar con Tomi. Aún así, me siento protegida bajo una especie de anonimato de alguien que se acaba de conocer con otrx y no va a ver nunca más después de ese episodio.

Cuando alguien entra a la habitación tenemos que ponernos el barbijo. Entra un médico nuevo y se presenta. ¿Por qué algunos médicos dicen tantas veces su nombre completo? ¿Cuántas veces habrá repetido mi papá nuestro apellido? A la tercera que repite “Mariano Falcioni” deja de atender a mi compañera y se acerca a mí. Tiene unas canas que se mezclan con su pelo rubio. Le hago unos chistes, me hace unos chistes. Me toma la temperatura y la presión. Escucha mis pulmones y se va. Voy a estar super. Me voy a bañar y pienso que en estos espacios todo está lleno de Covid y no es una amenaza. Al fin no es una amenaza. Me miro al espejo desnuda. Cada vez tengo los brazos más flacos y las tetas más grandes. Ceno y llamo a mi mamá que está aislada en mi casa con nuestra gata. Corto y me videollama Tomi. Me leyó textos que escribió el año pasado. Nos miramos un rato y sentí una sensibilidad por todos lados. Me encanta sentirlo cerca. Me voy a dormir con audios de mi hermano cagándose de risa desde Shanghai de que estoy en Mendoza contagiada. Zafé de China en febrero y de Barcelona en marzo. Me contagié en mi casa.

Viernes: Me desperté con un dolor de cabeza de mierda y ganas de seguir durmiendo. No puedo mover el cuerpo. 10:30 tengo una reunión de una ayudantía de cátedra por Meet y a los 20 minutos me voy porque no tengo idea de qué están hablando. Mi concentración es nula. Me puse un jean y me siento una imbécil. Me siento mal y estoy intentando hacer mi vida normal, como si no estuviera encerrada en un hospital afectada por una pandemia. Me llama mi madrina y me dice: no seas boluda, tu cuerpo le está dando batalla a un virus, no le sumes exigencias, si te relajas lo ayudas a que lleve toda la energía ahí. Me duermo una siesta de 3 horas. Cuando me levanto hay buenas noticias. Mi mamá dió negativo. Cami dió negativo. La mamá de mi novio también. Mi carga es muy baja. Mi virus es bueno. Estoy apestada pero no apesto. La única dudosa es mi profesora de teclado que me escribe por WhatsApp: “A mi me sacaron sangre de la pierna y cené. HO RRI BLE la comida jeje”. Mañana me mandan a un hotel, mi compañera se fue hoy. Me cambian a una habitación con una señora muy grande que se la pasa viendo las cifras de muertes por el virus en la televisión a volumen 40. Llama a las enfermeras para que le bajen la cama y no vienen. Le bajo la cama. Me agradece y nos acostamos las dos. Al rato traen la cena: ravioles con pollo. Soy vegetariana hace dos años pero no tengo gusto y necesito comer proteínas. Mientras cenamos la Señora Ortiz me cuenta que tiene 84 años, que la contagió su hijo de 50 porque no quería internarse y se quedó en su casa. También contagió a su marido y falleció el sábado. Las cifras de esta semana son las de su esposo. Le digo que este virus es una mierda. Tengo ganas de decirle también que su hijo es un pelotudo, pero ella ya lo sabe.

Sábado: Me desperté queriendo morir. Me volví a dormir y me desperté como nueva. Leí toda la mañana un libro que me prestó Jesu. Ya preparé todo para el traslado al hotel. Espero escuchando una playlist que se llama Covid&Bucle con la valija. Tengo ganas de estar sola, bañarme y cambiarme libremente, dormir en una cama cómoda. El viaje es de 15 minutos y me alegra que el chofer de traffic maneje lento así veo caras por más tiempo. Igual estoy muy dispersa, solo me acuerdo de los señores que toman café en Espejo y 9 de julio. En el hotel también es compartida la habitación, de nuevo con una enfermera. Esta vez se llama Paula.

Tiro mis cosas y voy directo a bañarme, mi único momento de intimidad absoluta. Hago llamados encerrada en el baño. Hace días el celular es mi único puente con las personas que quiero. Pienso que no sé cómo sería llevar el aislamiento si no me despertara todos los días con mínimo 5 mensajes preguntándome cómo pasé la noche, cómo amanecí, cómo me siento. Sin mis amigas pendientes en todo momento. Después, tirada en la cama, me entero de todas las internas de la noche de la clínica donde trabaja Paula. Si la gente sabe que mandan a enfermeros que trabajan en Cirugía a cubrir pacientes de covid y volver a Cirugía sin cambiarse de ropa cierran la clínica. Antes de cortar la llamada con su amiga le dice: “Espero ya volver a mi casa, y a trabajar. Acá me siento inútil y sé que allá hago falta. Cuídate”. Camino por la habitación y le hago un berrinche al médico por teléfono porque me quiere inyectar Heparina, un anticoagulante, decide que me lo van a poner igual pero nunca llega nadie. Punto para mí. Vemos con Paula una película en Canal 9 protagonizada por Chayanne y me enrosco a editar fotos en Illustrator. Intento hacer un Netflix Party fallido con mis amigas. A las 12 me llaman de Buenos Aires y entro en una hora y media de videollamada con gente random desde el baño, me dicen que es una pena leer Nunca llegamos a la India con habitación compartida.

Domingo: Me levanto mejor que todos los días anteriores. Le pido a mi hermana que me acerque un jabón porque no traje y en el hotel no hay. Al rato me llama para preguntarme si es verdad lo del jabón o era una manera de pedirle droga. Desayuno. Camino entre las 4 paredes que estoy y hago una clase de yoga. En la ventana de enfrente se ve un chico haciendo sentadillas hace media hora. Mi compañera se quiere escapar. Estamos de acuerdo en que el problema no es estar adentro, la desesperación es saber que no podemos abrir la puerta.

Lunes: Anoche le mandé una foto a Tomi después de bañarme. Estaba jugando al NBA en la play. Al rato vuelve a responderme la foto. El chat despertó mi deseo sexual que estaba atenuado como el gusto y el olfato. Tuve un orgasmo hermoso en el baño. Mi sexualidad también está mediada por el teléfono. Dormí como una princesa.

Me levanto cansada. El de enfrente está haciendo abdominales. Mi cabeza está en primera. Estoy el resto del día casi entero estudiando un resumen de 10 páginas. Terminaba un párrafo y no tenía idea qué había leído. Voy de nuevo. Y así. Mientras tanto se escuchan las bocinas del 17A y mi roomie me dice “lo peor es que en 10 días vamos a tener que atender a todos estos pelotudos”. Tengo ganas de estar en la montaña tomando un vino.

Martes: Por fín me levanté sin síntomas. Completo tres días así y me voy a mi casa. Me pongo los auriculares y suena Lenny Kravitz. Me llega un mail de Tomi, arrancamos una cadena en la cuarentena. Me dice que me extraña, que muchas veces lo dijo por compromiso pero pocas lo sintió como algo que quiere mucho, y ahora quiere mucho tenerme al lado, abrazarnos, dormir juntxs y coger a la mañana. A mi me encanta escribirle porque en la cara solo me sale fácil decirle te amo. Lo que más extraño es la cara con la que me mira cuando nos despertamos. Son las 15, rindo el final de la materia que más paja me dió en toda la carrera. ¿Cómo se festeja en aislamiento? Por primera vez tengo muchas ganas de estar en mi casa.

Miércoles: Desayuno y camino una hora por la habitación escuchando Yves Tumor. Necesito mover el cuerpo. El aislamiento no se siente en la cabeza tanto como en el cuerpo. Paula tiene todo el día la televisión prendida y mira videos en el celular al mismo tiempo. Tengo sesión telefónica con mi analista encerrada en el baño. Le digo a Luis que me siento bien, que estoy contenta con lo que sucedió estos días. La soledad es un lugar que me gusta explorar y me divierte. Le cuento que el lunes me enojé mucho con el tratamiento del banderazo contra el gobierno nacional. Leí el análisis de Clarín y el primer párrafo merece denuncia penal. Las fotos son el meme del año. ¿Qué se hace con la gente que anula el debate? Me llama la médica: el viernes me voy a mi casa. 

Jueves: Tengo ginecóloga por videollamada. Me quedo viendo videos random el resto de la mañana hasta que buscan a Paula para irse a su casa. Almuerzo en videollamada con Jesu. Cuando cortamos voy directo a agarrar el parlante y poner mi música. La fiesta de la soledad.

Viernes:  Mi mamá tiene síntomas. Tiene que aislarse en mi casa, tengo que aislarme en mi casa. El martes ya soy libre, estos días son ese estadío intermedio para asegurar la recuperación, el purgatorio del Covid. Consulto con la médica las posibilidades y me dice que aún no sabemos si yo generé anticuerpos, que estoy limpia pero no es seguro que pueda volver a contagiarme o no, en este caso de mi mamá. Si no nos cruzamos con mi mamá está todo bien, así que decidimos que ella se va a quedar aislada en su habitación en la planta alta, y yo en la mía, abajo, encargándome de la comida para  las dos. 12:50 llega el remis para llevarme a mi casa. Vamos separados con el chico que maneja por un plástico que atraviesa el ancho entero del auto. En el viaje me pregunta todo sobre la cuarentena, y cuando le cuento los síntomas que tuve me dice que está con dolor de cabeza y cansancio hace unos días, que con Paracetamol se le pasa, como a mí. En el camino siento más felicidad de la que esperaba. El sol atravesando los árboles y las palmeras de la plaza Italia. El aire pegándome en la cara en el Acceso Este.

La puerta de mi casa. Mi gata pidiéndome que le abra para salir al jardín. Salir al jardín. El sol en mi cara, mi cuerpo en el pasto. No me saco el barbijo en ningún momento, me pongo guantes, agarro una esponja y le paso lavandina a la valija que traje del hotel. La abro en el jardín. Dejo los libros y los apuntes en la mesa de afuera porque la médica me dijo que el virus dura más tiempo en el papel. No sé si creerle o no, pero por las dudas los voy a dejar días. Extiendo el resto de las cosas sobre el pasto. Lleno un balde de lavandina diluida y dejo todos los envases que llevé en remojo, hago tres tandas de ropa y toallas para meter al lavarropas. Me saqué la ropa que llevaba puesta así que termino los trámites en corpiño. Empiezo a pensar que toda mi casa puede tener el virus, que no sé cómo le va a pegar a mi mamá, que me puedo volver a contagiar, que nadie asegura nada. Pensaba que todo terminaba hoy, pero lo único que siento es la pérdida de todas las certezas. ¿En qué descansar cuando tu propia casa no es un lugar seguro? Preparo el almuerzo para mi mamá. Me baño para meter mi ropa interior a lavar. Estoy muy intranquila. Me pongo ropa y rompo en llanto.

Tengo las manos secas de todo el alcohol que me heché. Meto el segundo lavado y llamo a mi hermana Ángela que es médica. Le digo que nadie me dice algo seguro, ni siquiera los médicos. Me dice que nadie sabe algo seguro, que hay muy poco conocimiento sobre el virus, que desinfecte todo para quedarme tranquila. Me dice que probablemente haya desarrollado los anticuerpos, pero que estos días hasta el martes haga de cuenta que no, que use barbijo, que me lave las manos, y que piense en otra cosa. No es nada nuevo, pero la voz de Anyi me tranquiliza. Habla con una paz que se me impregna en el cerebro. Corto la llamada y paso lavandina por todos los rincones de mi casa, la cocina, el baño, las manijas de las puertas, los respaldos de las sillas, las mesas, la tetera eléctrica, el microondas, la heladera. Nunca pensé que en algún momento de mi vida la lavandina iba a tranquilizarme. Agradezco en mi cabeza a quien sea que la haya inventado. Me lavo las manos. Me voy a mi cuarto. Me llama Emi, llamo a Tomi.

Me siento tranquila mirando mis cuadros.

Lleno la bañadera con agua caliente y espuma.

Suena Kerosene.

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