Hay algo en esta época de inmediatez y sobreestimulación de imágenes y opiniones que empuja a sacar conclusiones todo el tiempo. Cuando la historia es ahora, y se es parte, concluir sin ser torpe es imposible. Pero es todavía más difícil, y posiblemente inútil, cuando lo que está pasando no tiene nada que ver con lo racional. Lxs argentinos tenemos mucho de nuestra identidad basada en lo no-racional. Ganar la Copa del Mundo significa que Messi, Scaloni y la Selección hicieron (están haciendo) una historia que se nos contó muchísimas veces. De alguna manera, ya estaba hecha, como una nostalgia en forma de promesa que nos apropiamos. Con más o menos intensidad en cada caso individual, la generación post ‘90 se preparó para esto porque conocemos los mitos que sobreviven en las pasiones.
El fútbol argentino no es un juego ni un deporte, es mitología construida con emoción, hazañas y derrotas que no tienen sentido en el orden lógico, sistemático y esperable del mundo. Entonces su pregnancia en la vida social es muchísimo más poderosa que una ideología, un deseo, un sentido de justicia o una historia de vida, porque contiene todo eso y le cambia los significados. No sé si está bien o mal que sea así, no importa, porque no se puede evitar, y eso sí está bien que sea así, porque el ser humano sin emocionarse, sin sentir, sin un no-racional encendido, no tiene dónde buscar para pensar ni para hacer nada que trascienda su tiempo.
Gente que pensó mucho en qué es la poesía y para qué sirve ha coincidido, entre otras cosas, en que lo poético está siempre alrededor, pero encerrado por las formas del lenguaje común, cotidiano, racional. Y que encontrando lo poético se nos habilitan no solo las formas infinitas de decir, sino también de ser. En toda la locura que vivimos desde que empezó el Mundial, yo vi una forma de estar poética que dominaba la calle, la internet y los ojos de miles: nosotros, que somos en esencia distanciados por un montón de cosas, fuimos abrazados por una ilusión que si quisiéramos no podríamos explicar.
Leí y escuché a los detractores de lo popular queriendo explicar cómo se tiene que ser feliz, buscando argumentos, indagando para señalar cómo un país desbordado por la alegría se tiene que rescatar en sus miserias y en lo que sabemos que está mal. Indiferentes, escépticos, asqueados ante la coincidencia poética que es la felicidad trepada en lo más alto de una ciudad en la que exactamente 21 años antes se había derrumbado todo. Es una lástima que no hayan cedido.
Quizá cuando tengan que contar esta historia se den cuenta de que perdieron una parte, porque lo poético los encerró en sus pretensiones de altura sobre lo que ven vulgar e incoherente. A los que elegimos creer, llorar y ver al otro, el tiempo nos va a ir devolviendo de a poco a la vida real. Aunque pretendamos permanecer así, en esta fiesta, la fantasía se va a guardar de nuevo en donde late siempre. Vamos a poder sacar conclusiones. Y acordarnos que, como en toda ficción, también hubo un poquito de realidad en nuestros héroes. Porque a lo largo de este Mundial, lo real y humano también tuvo su lugar entre la irracionalidad.
Las herramientas y condiciones propias de la hipermediatización nos sirvieron para vincularnos de un modo más cercano con los jugadores. Los tuvimos disponibles 24/7 en el celular y accedimos en tiempo real a una parte de la intimidad de los vestuarios, a la dinámica de sus vidas en el recorrido de la hazaña. Vimos los chistes internos, apuestas y juegos del plantel en las series premundialistas y su atomización en clips virales. Quizá el clamor detrás de tanto contenido se explique por la aceptación generalizada hacia la Selección, y hacia Messi en particular, que venía desde que ganaron la Copa América en Brasil. Desde esa conexión renovada también pudimos defenderlos de críticas y polémicas en las que sentimos lo argentino amenazado por las voces racionalizantes, siempre al salto en redes sociales. Nos agarramos de sus supersticiones para reforzar las nuestras.
A diferencia del aliento con devoción religiosa que aprendimos para emocionarnos con una figura resonante, contradictoria y única como Maradona, ahora creímos en tipos comunes. La beatificación del Diego sigue siendo -por suerte- un fundamento de fe en la mitología argentina, pero la Copa nos hace llorar doble porque la levantó Messi, que a los 35 años no solo tiene intacta su genialidad deportiva, sino también la fortaleza de alguien que, sin decir demasiado, hace cosas increíbles, y vuelve tangible la idea de que el fracaso es parte del éxito aunque seas el más talentoso del mundo y ya haya pasado el pico biológico de tu vida. Y al mismo tiempo que dueño de esa economía de la palabra y el gesto, es un capitán que se pone a putear cuando corresponde. La última atajada del Dibu es fascinante por la fragilidad espacio temporal que revela una pierna protegiendo el estado anímico de un país entero, pero también porque detrás de la propia fragilidad del arquero había un psicólogo que él nos nombraba como remedio cada vez que algo le salía mal. Un héroe que hace terapia.
El grupo en su conjunto y cada uno con sus leitmotivs nos fueron contando la historia que sabíamos nuestra: está escrito, le dijo Angelito Di María, nuestro goleador de finales, a su esposa, el día antes de jugar la final. Y nos acercamos a ellos cuando tuvieron que pararse de mano contra la mala leche; cuando se rieron de sí mismos por un corte de pelo; cuando no se aguantaron el gesto obsceno que haría un niño de 8 años con un trofeo; cuando sí se aguantaron de festejar antes de tiempo y lloraron por limpiarse 45 millones de presiones de los hombros, y por mucho más. Pero sobre todo, nos acercamos a ellos porque suspendieron lo racional y todo lo que hacía falta para que nos acercáramos entre todos.
Una genialidad este texto!