“Por ese silencio, cuando llegas a tu casa, pateando piedras, «puteando piedras», porque lo único que te espera es la tele prendida cacareando su mentira oficial” .
Carta a la dulce juventud – Pedro Lemebel
Semiosis de una derrota
Voy a ser sincera. No sé cómo arrancar esto. Hace más de una semana que paso al menos dos horas diarias frente a esta página en blanco. J me escribió: “-¿Cómo estás?, supongo que en una como todxs, ¿querés escribir algo para la revista?”. Digo que sí, que ya han pasado varios días, que me siento mejor. Que voy a poder decir algo sobre todo esto, que necesito decir algo de todo esto. Pero las palabras hacen huelga en mi garganta, insisten en mantenerse impronunciables. Hay imágenes. Situaciones. Personas. Flashbacks de los últimos meses que no había revisado hasta que me choqué con el teclado.
Empezaré por ahí. Pido paciencia.
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No creo que podamos sacar conclusiones acertadas todavía sobre cómo llegamos hasta acá. Al menos yo no me atrevo. Todas las heridas llevan su tiempo. Y no hay otra forma de sanar la herida que enfrentándose a ella. Una palabra que rumió mucho entre mis amigues y compañerxs en estas tres semanas: duelar. Tenemos que permitirnos el duelo. El llanto. Porque algo se rompió. O mejor, terminó de romperse. Una fisura con todo lo que conocemos hasta el momento, con todo lo que considerábamos una conquista colectiva de las grandes mayorías.
Y acá si me animo a decir que el primer gran quiebre es de sentido. ¿Se han preguntado por qué las cosas significan? Quiero decir: ¿por qué cuando escuchamos un trueno todxs pensamos “tormenta”?
Magariño de Morentín decía que los lenguajes son modelos de mundo que compartimos. Los lenguajes son formas de decir el mundo. ‘“No hay mundo que no haya sido dicho; sin decirlo, el mundo sería caos. Decir el mundo es ordenarlo, jerarquizarlo y hacerlo significativo”, dice Magariños. O sea, nombramos al mundo al mismo tiempo que parimos un mundo; porque eso que existe, existe en tanto es nombrado. En los seres humanos esta relación entre eso que se manifiesta y su significado no es natural o biológica, como en otras especies de la biósfera, sino que responde a reglas sociales. Construimos nuestros propios lenguajes y somos nosotrxs quienes establecemos sus normas de funcionamiento.
En esta red semiótica que conformamos lxs argentinxs hay un eslabón que falla y no supimos advertirlo. Porque hace tiempo no decimos el mismo mundo. Quizás porque confiamos demasiado en las garantías democráticas y nunca imaginamos llegar a este punto de fractura; quizás porque teníamos que llegar a este punto para darnos cuenta que hay un Nosotrxs que se disolvió hace tiempo. Una colectividad erosionada.
Entonces, ¿cómo nos ponemos de acuerdo, en este escenario de sentidos rotos, sobre qué es derecho y qué privilegio? ¿Qué rol cumple el Estado? ¿Con la democracia se come, se vive y se educa? ¿Fueron 30.000? ¿Fue San Martín el libertador de América o no?
Pactos de sentido fundantes de una nación y de la democracia que pensábamos inquebrantables. Discusiones saldadas, algunas, incluso, desde la conquista imperial. A simple vista, sería tan fácil como acudir al discurso histórico y argumentar a favor o en contra de ciertos sentidos. Pero en tiempos de posverdad y distopía es mucho más complejo que revolver la evidencia empírica.
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Llegamos al 19 con el cuerpo acalambrado
Me levanté a las 6:15, agotada por un sueño intermitente. Abrí la ducha, metí mi cuerpo desnudo en agua fría pidiendo que pase rápido. Una definición de la cosa, poder relajar la mandíbula. Voy rebotando durante todo el día por las mesas de la planta baja. V me dice que está muy nerviosa, que ellxs no paran de reponer boletas y nosotrxs nada. Busco calma en el hilo mezquino de cordura que me queda. Le digo que no se preocupe, que faltan 40 minutos para que termine esta agonía y lo demás va a ser rápido. El gendarme cierra el portón. Del otro lado, una piba muy joven llorando con un bebé en brazos. Le digo que ninguna urna se ha abierto todavía. “Te dije que tuvo todo el día”, dice el gendarme con una voz aleccionadora desagradable.
El silencio era el único con algún gramo de presencia en ese auto. Insisto en que no nos desanimemos, que hay que esperar los resultados nacionales. Que estamos en Mendoza. “-Acá votan todos los barrios privados de Chacras, era cantado que perdíamos”. Silencio otra vez. Agarro el celu, actualizo los portales de los diarios. “- Massa está hablando”, digo en voz alta. “- ¡V, poné la radio! Massa en conferencia de prensa. Perdimos.”
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No fue suficiente. Ni la micromilitancia, ni los afiches en cada esquina, ni exponer la cara, el cuerpo y la palabra a la violencia, a la amenaza, a la bronca generalizada. Como ver un derrumbe en cámara lenta, así sentí la segunda mitad del año. Por eso dolió tanto: porque no pudimos frenar la avalancha pero la vimos venir desde la burbuja frágil del progresismo.
Hace poco, en una sesión, le pregunté a mi psicóloga si la gente hablaba en terapia sobre política. Me dijo que era más común en gente de mi edad. Y la verdad es que con casi todxs mis amigxs y compañerxs compartimos procesos dolorosos respecto a nuestra salud mental y a cuánto nos afecta lo que sucede en los entornos sociales. Muchxs compartimos la preocupación de volver a ese rumor del 2001 que nos pega en el ombligo de la infancia. Quizás la condición de cuestionar las formas de vivir-y-morir en el mundo sea propia de este experimento a cielo abierto que llamamos juventud. “Ay, nena, en los 90 también pensábamos que se acababa el mundo y acá estamos”, me dijo una señora hace tiempo. Y puede ser que tenga razón. Las juventudes estamos aprendiendo a enfrentar la naturaleza caótica de lo humano, lo irreversible, lo angustiante pero nos toca hacerlo en un contexto particular. Nos toca ser jóvenes en un planeta que hierve, con políticas de bienestar agotadas, con una pandemia en la espalda y una crisis civilizatoria global de dimensiones energéticas, alimentarias, climáticas.
Y ni siquiera tenemos la elección de ignorarlo porque somos parte de un panóptico mediático; somos contemporáneos a un genocidio que vemos por tik tok. Conocemos la receta del neoliberalismo porque ellos, los agentes del poder, se encargan de ponerla al alcance de todxs. ¿Cómo es posible que, a pesar de las consecuencias catastróficas a las que nos han arrojado, las políticas neoliberales sigan profundizándose? Si las migajas del derrame nunca llegaron, si cada vez son más los que tienen menos y menos los que tienen todo, ¿cómo es posible que sean lxs mismxs condenadxs de la desigualdad quienes voten a su verdugo?
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Afuera, bocinas y festejos que retumban en el pecho como el soundtrack del juicio final. Dentro de la casa, inventamos nuestra propia arcadia. Van y vienen tragos y pizzas. Nos reímos, como una forma de hacer todo más liviano. Suena “Bancate ese defecto” de Clics Modernos. “- Bueno, ¿hacemos un brindis para cortar con tanto llanto? ”. Jugamos a hacer una ronda de deseos. No perder la esperanza, un acto de fe. < Están pasando demasiadas cosas raras / para que todo pueda seguir tan normal / desconfío de tu cara de informado / y de tu instinto de supervivencia >.
Bailamos la noche contra el desamparo como quien hechiza una pena atrapada en el cuerpo. Lxs más grandes nos piden que nos cuidemos. Otrxs dicen que no tengamos miedo, que confiemos. En ese momento, me acuerdo de la chica adolescente que en un taller sobre los 40 años de democracia me preguntó por qué lloran las señoras de pañuelo blanco que están en la foto. Del pibe que trabaja en una empresa contratada por YPF que, pasado de birra, se enojó tanto porque pegamos un sticker de Massa en la mesa. Pienso en las paredes de la facultad pintadas con amenazas a los < zurdos de mierda > y del sobreviviente de la dictadura que en la asamblea dijo: así empezó todo en los 70.
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¿Cómo se naturaliza el sentido de algo? ¿Quién tiene el poder de imponer un sentido y descartar otro? Y lo más importante: ¿cómo se subvierte un sentido?
Denise Najmanovich, epistemóloga, dijo hace unos días que “no tiene ninguna importancia cómo haya votado cada uno, de lo que se trata es de volver a pensar cómo construir lo común”. Más acá y más allá de Milei pero sin perderlo de vista. Esta fisura es más profunda que una derrota electoral. Porque se trata de combatir una racionalidad neoliberal, una forma de pensar-hacer-y-decir el mundo que no está solo en la psiquis del gobernante sino que ha permeado en las subjetividades de lxs gobernados. La lógica de mercado mezquina, la competencia generalizada, el imperativo de “explótese a sí mismo” o el individualismo del “sálvese quien pueda” son algunos ejemplos de las normas universales que rigen el comportamiento de las personas.
Está claro, entonces, que para sostener este orden perverso de las cosas necesitan fortalecer un discurso común que se fundamente en el odio al otrx. Porque lo único que permite efectuar la crueldad de sus políticas es mantenernos enemistadxs y en las antípodas ideológicas. Que nos enfrentemos aun compartiendo los mismos malestares. Necesitan, fundamentalmente, que creamos que el enemigo es el empleado público y no los que concentran la riqueza y las tierras.
“Hay momentos en la vida -dice Foucault- en que la cuestión de saber si uno puede pensar de otra manera de cómo piensa y percibir de otra manera de cómo percibe es indispensable para continuar pensando”. Pero, ¿cómo se combate un sentido común naturalizado si no podemos pensarnos fuera del lenguaje del opresor? ¿Cómo se resiste en la intimidad del propio pensamiento?
Mozejko y Costa, investigadorxs argentinxs, sostienen que “lo que está en juego es el apoderarse de las definiciones, de las reglas” del lenguaje. Y, en todo caso, “de una redefinición sobre quién define y controla qué es verdadero, bello, justo”. Nos ganaron la batalla por el significado pero no podemos darnos el lujo de regalarle al enemigo la tarea de definir la libertad. No quisiera pecar de inocente, está claro que la lucha no puede darse únicamente a fuerza de lenguaje. Pero es urgente subvertir la narrativa de la crueldad. Dar vuelta el sentido común que ha naturalizado la muerte sin asco. Sólo así será posible construir las comunidades sensibles y solidarias que necesitaremos para enfrentar lo que viene. Lo que ya es y lo que será. Tenemos la tarea de reconciliar el nosotros que habla con lengua propia. Y esto no puede ser desde un gen odiante sino desde uno conviviente. Dice Donna Haraway: estar “‘al borde de la extinción’ no es sólo una metáfora; y ‘colapso del sistema’ no es una película de suspenso”, es una realidad material. Enfrentar el duelo de lo irreversible y reformular lo posible. Porque el mundo fue y será una porquería. Pero quien pierde la utopía pierde la batalla por el sentido y quien pierde el sentido, lo pierde todo. Quizás el gran aprendizaje del año: aceptar el estado de cosas sin dar tregua. Tregua dan los caídos. Y en estas latitudes no nos queda otra que asumir la vida entera con actitud militante.
Maravilloso ☆☆☆