Por María Emilia Rodriguez
El amor no ha muerto. Es nuestro. Los 90’s terminaron hace rato y el amor todavía nos pertenece. Lo hicimos mutar, obligado por la época que nos tocó. Hacemos lo que podemos con lo que nos dejaron. Pero estamos dispuestxs a repensarlo, a cuestionarlo todo, a evitar los vínculos por inercia, a dar batalla. Porque el amor, todavía… nos pertenece.
Detesto empezar las notas con puntos de partida autorreferenciales. Pero la verdad es que no encuentro otro disparador para motivar la escritura. Menos en este tema. Menos en este momento. Me cuesta exponer mis sentires sin separarme de ellos. Des-vincularlos como si no fueran míos, como si fueran de todes. Uso el plano político como herramienta para generar esa despersonalización. No porque crea que es menos serio o menos periodístico abarcar el acontecimiento desde un Yo. Qué positivista ese pensamiento, ¿no?
Pero igual, no es por eso. Al contrario, creo que mientras más humano sea el contenido, más respetable es. Y para mí no hay nada más humano que sentir: Emociones, sensaciones, percepciones. Pero igual, insisto, no es por eso. Es más miedo que otra cosa.
Empiezo esta crónica así porque no podría de otra forma. No me sale generar contenido sin sentirme interpelada. Por eso esta vez decidí ser sincera con quien lee del otro lado, desde cualquier lado de este mundo conflictuado y siempre en crisis.
Hay algo entre las seis y las siete de la tarde que me hace amar mi ventana. Tal vez porque es el único momento donde puedo ver algo de movimiento que me confirme que ese recuadro no es una pintura al óleo. Pero a esta hora, mientras les escribo en primera persona, el sol se esconde y transforma ese cuadro estático, en un cielo que muta de color como nosotros mutamos de emociones en un sólo día. Azules, magentas, naranjas, rojos. Veo cómo refleja la luz en las enredaderas del patio. A veces les tengo envidia. Tan autosuficientes siempre. No sé nada de botánica y todavía no aprendo a cuidar el jardín en invierno. Pero las enredaderas del patio sobreviven todas las estaciones del año y siempre están hermosas. Nadie las riega, sólo las pocas gotas de lluvia que caen en esta provincia desértica. Sin embargo, siempre florecen. Creo que es esa misma independencia lo que las hace hermosas.
¿Qué vamos a hacer cuando llegue la primavera? ¿Y si el cuerpo permanece atado y la soledad resiste a la huída? ¿Quién puede florecer en el encierro y en soledad? Sólo las enredaderas.
Este es un ensayo sobre el amor. Sobre vínculos y afectos. Si es que puede ensayarse sobre las emociones…
Todos los planos de la existencia humana están en disputa. Todos. Estamos viviendo en un campo de batalla conceptual. Todo lo que pensábamos, lo ya realizado, ya dicho, ya entendido y re-visado,se cayó de un soplido. Mucho de lo que habíamos construido quedó obsoleto. Todo lo sólido se desvanece en el aire, diría un tal Marx. Excede a este episodio de encierro. La crítica al amor romántico no es nueva. Pero ahora adopta nuevas formas, nuevas vías de discusión.
Ciento veintiún días de cuarentena. Más rígida, menos rígida. Ciento veintiún días que, al menos para quien escribe, la intensidad de las emociones arrebató cualquier estabilidad. Cuestionar los vínculos, proyectos de vida, metas, cuesta duele, conflictúa. Desde el encierro todo se vuelve cuestionable. Preguntarse qué quiero, preguntarse por el deseo, por el cuerpo. Preguntarse dónde estamos paradxs. Interpelarse desde cada rincón. Mi cuarentena tuvo ese adorno de la pregunta constante, por momentos angustiante, por momentos, un respiro de alivio y decisiones. Y no soy ni seré la única .Mis amigues, mi familia, todos mis vínculos cercanos estuvieron en la misma. Es que casi no nos queda otra.
“Hola, ¿Cómo has estado? ¿Cómo te sentís?, te llamé porque vi que hace dos días no te conectas en Whatsapp y me preocupé”, escuché cuando atendí el teléfono. Recién llevaba dos meses de encierro, qué novata. Atendí y del otro lado escuché la voz de mi director de investigación. Obvio que mi primera reacción fue reírme, fuerte. Pensé en lo absurdo que me resulta entender a la ausencia virtual como sinónimo de malestar o angustia. Me gusta pensarla simplemente como un derecho a la desconexión. En fin, después, procesandolo, entendí y valoré muchísimo el gesto. Mantener contacto, aún virtual, distante, para estar cerca y presente. Para acompañarnos y sobrevivir desde lo colectivo a estos tiempos. Porque a esta altura, quedó claro que nadie puede salvarse solx ¿no?
Pero acá entra otro factor al juego, presente en mis preguntas permanentes pero todavía sin encontrar una respuesta que me deje tranquila: La virtualidad de los vínculos.
Match Group, la compañía dueña de Tinder, dijo a The Wall Street Journal que la pandemia les disparó picos de nuevos usuarios y de cantidad de interacciones. Será la soledad, cantaba Omara Portuondo. “El hecho de que conocer a una persona que está en tu misma ciudad sea prioritario en todas estas apps habla de que el encuentro físico es importante, aunque más no sea como horizonte o como promesa”, escribe Tamara Tenenbaum para Le Monde Diplomatique. En su ensayo recorre la herida del amor de una manera sutil hasta convertirla en hermosa. Poder nombrar lo que nos pasa, lo que sentimos, darle una explicación coherente que ayude. Tamara lo hace y dice: “no es que no queramos el encuentro: es que el encuentro es difícil. Mucho más, probablemente, que en otras épocas”.
¿Cuántas veces acusaron a la juventud de ser promotora de vínculos superfluos, finitos? ¿Cuántas veces nos tildaron de egoístas porque “ahora le esquivan a la responsabilidad y al compromiso”? ¿En cuántas comidas familiares resuenan frases fundadas en creencias por demás absurdas?
No desear casarse, criar hijes, no tragarse el cuento de lo eterno, no soportar la violencia, no bancar la monotonía, no ofrecer devoción ¿Qué esperaban? Vimos sufrir a tantas generaciones. Ya no estamos dispuestxs a condenarnos el sentir en vida, a ser zombies emocionales que caminan por inercia. Por eso lo cuestionamos todo.
¿Pero quién les dijo que no duele todo esto? ¿Y quién sentenció a muerte el amor?
Los 90’s terminaron hace rato y el amor todavía es nuestro, nos pertenece. Lo hicimos mutar, obligado por la época que nos tocó. Hacemos lo que podemos con lo que nos dejaron. Está claro que el cuento de lo que ahora llamamos “amor romántico” ya no nos sirve. Ya no queremos Romeos y Julietas, ni a Florentino Ariza esperando 51 años, 9 meses y 4 días al amor de su vida.
Asociamos -y limitamos – la idea de amor a una relación monogámica-heterosexual. Pero hablar de amor es un poco abstracto. Es un significante al que cada une llena con lo que le parece que es el amor. Con los recuerdos, experiencias y episodios cercanos de emociones que se parezcan a ese sentir amoroso. Zygmunt Bauman entiende al amor como una forma de impulso creativo. “El amor no encuentra su sentido en el ansia de cosas ya hechas, completas y terminadas, sino en el impulso a participar en la construcción de esas cosas”, dice Bauman. Crear, proyectar, construir. ¿Qué diría Bauman ahora, cuando es la existencia misma la que está en crisis? ¿Cómo construimos algo en la incertidumbre que nos rodea? Ni siquiera podemos predecir qué será lo prohibido y permitido mañana. No hay ningún signo de nitidez en el futuro. Todo resulta misterio y desconcierto.
¿Cómo podemos mantener prendido ese impulso creativo que es el amor?
Amar, para este autor, significa “abrirle la puerta a ese destino, a la más sublime de las condiciones humanas en la que el miedo se funde con el gozo en una aleación indisoluble”. Amar es estar expuestxs. A la distancia, por ejemplo. Hoy, amar, es también entregarse a lo mediado.
Este sociólogo polaco sostiene que “es imposible aprender a amar, tal como no se puede aprender a morir. Y nadie puede aprender el elusivo —el inexistente aunque intensamente deseado— arte de no caer en sus garras, de mantenerse fuera de su alcance. Cuando llegue el momento, el amor y la muerte caerán sobre nosotros, a pesar de que no tenemos ni un indicio de cuándo llegará ese momento. Sea cuando fuere, nos tomarán desprevenidos”.
Eso que llaman juventud, tan bastardeada siempre, tampoco nació sabiendo. Hacemos lo que podemos y lo que creemos justo. Pero no por eso somos una máquina fría que camina por la posmodernidad. Lo confieso, estoy un poco cansada de que nos construyan como ególatras que sólo piensan en sus propios deseos. Estoy cansada de que nos etiqueten con categorías que sólo funcionan como artillería del sistema. Millennials, Centennials, generación A, B o Z. Generalidades absurdas para que nos exploten más fácil.
No somos todo eso que dicen. Sentimos un montón. Por el simple hecho de que también somos humanxs. Pero cuestionamos ese sentir para crecer de otra forma. Alguna menos dolorosa debe haber. Tiene que haber.
Ahora transitamos un revival del amor como promesa, como dice Tamara Tenenbaum, un “neoromanticismo de la pandemia”. Y en esto el contacto físico también importa. “El sueño cyborg no se derrumba, pero revela sus limitaciones: no solamente nuestros cuerpos son vulnerables, sino que es esa misma vulnerabilidad la que nos abre a otras personas. Es a través de esos cuerpos que pueden enfermarse que podemos querer y ser queridos”, sostiene Tenembaum.
La soledad fue propiedad privada durante mucho tiempo y el dominio de esa propiedad no fue particularmente de las mujeres. No bastaba la catarata de privilegios que recae sobre la laguna de lo viril, sino que el patriarcado también les concedió la posibilidad de estar solos. Vanessa Rosales en un artículo para la revista La Malpensante Moda expresa “Que las mujeres tuviesen en el rótulo del matrimonio y en el ejercicio de ser madre sus dos únicas aspiraciones, tuvo también como consecuencia que tuviesen vidas enajenadas, diseñadas para invertirse en la domesticidad y en espacios compartidos. La soledad ha sido, de hecho, un lujo para las mujeres”. “Ser mujer y estar sola -dice Vanessa- es estar bajo sospecha”.
Pero como no hay espacio que no esté en crisis, también pusimos en el banquillo de los acusados a la soledad. La resignificamos. La celebramos cuando es deseada. Lo que no significa hacer apología a estar solxs o permanecer aisladxs. Difícil encontrar ese equilibrio en tiempos pandémicos. Pero, la soledad también puede ser un impulso creativo, también puede ser compañera y alivio cuando alrededor todo es caos y ruido. Elegir a la soledad también es una decisión política que no excede el plano del amor.
Eva Illouz, socióloga y escritora contemporánea, describe que si existe malestar en los vínculos, si el amor todavía duele, es porque nuestra vida emocional no es más que otro plano de nuestra existencia que se enmarca dentro de la institucionalidad. Es decir, el amor de la posmodernidad también forma parte de las tensiones y contradicciones propias del sistema capitalista que arrastra siglos de desigualdad. Construimos nuestra identidad y nuestras relaciones humanas en un tiempo y un espacio que reinan las leyes de la racionalidad neoliberal. Por eso, solemos andar con una calculadora emocional en el bolsillo que nos resuelva el costo-beneficio de cada relación en la que nos sumergimos. Pero ni esa solución matemática puede ahorrarnos el sentir.
No tenemos respuestas, sólo algunos esbozos de borradores. Sí tenemos preguntas. Algunas aturden desde cada rincón. Tenemos dolor, angustia, confusión. Tenemos anhelos, sueños. Y todavía nos queda el amor. Sabemos que la virtualidad no lo es todo, ni siquiera gran parte. Pero nacimos buceando por Windows 98 ¿qué esperaban? Y a esta altura, más de veinte años después, resulta inevitable que lo virtual no forme parte importante de nuestro cotidiano. Por momentos aburre y necesitamos el plano físico, eso está claro. Pero en este encierro silencioso y obligado sirve para no desesperar o, mínimo, para no preocupar a directores de investigación, amigues o familia por no conectarse en WhatsApp.
El amor no ha muerto. Es nuestro. Aún aisladxs, nos pertenece. Tanto como el deseo y la ternura.
Estamos rotxs, pero juntamos los pedazos como podemos. Solxs y acompañadxs a la vez, nos arrebataron los sentidos de un golpe violento, seco y frío. Nos robaron el tacto, la posibilidad de tocarnos, vernos. Nos queda crecer y hacernos cargo de lo que nos toca. Construir sobre el polvo de los escombros que nos dejaron. Y hacerlo, desde el amor y la empatía para que cada vez duela un poco menos.
Nos quedan muchos besos por dar, muchos miedos por derrumbar, muchas preguntas por responder y muchísimo por cambiar.
¿Qué vamos a hacer cuando llegue la primavera?
Ni idea, pero la esperamos sentadxs en el umbral, mirando desde la ventana. La recibiremos con corazones rotos. Algunos más que otros. La abrazaremos para florecer y buscar la calidez que nos falta para curar la penas.
Aprendemos como podemos pero florecemos, seguro. Como las enredaderas de mi patio.