La máquina de ser feliz

Quiero revelar que la tristeza es algo así como la máxima confesión. Pero me aterroriza pensar que pude comunicártela (Pizarnik)

Vivimos en una era en la que la felicidad se ha convertido en una especie de obsesión colectiva: basta con deslizar el dedo unos minutos por cualquier red social para encontrarnos con un desfile interminable de sonrisas, playas, frases motivadoras y gente que asegura haber encontrado la clave del bienestar.Sin embargo, permítanme desconfiar, ¿será que somos nosotros los que andamos persiguiendo la felicidad o es ella la que  nos persigue a nosotros?

La felicidad no es un concepto nuevo, claro. Aristóteles ya hablaba de la eudaimonía como el fin último de la existencia humana. Pero el filósofo griego probablemente se sorprendería si viera la versión contemporánea de su idea: una felicidad embotellada, etiquetada y vendida en formato de apps, libros de autoayuda y talleres de inteligencia emocional. 

Sería redundante aclarar que este no es un ensayo  en contra de que las personas vivan una vida feliz, sino que más bien buscaremos comprender cuáles son las bases que moldean este precepto. Es, mejor dicho, un descargo contra la visión reduccionista de la “buena vida”. 

Según la Real Academia Española, el significado literal de la palabra felicidad es “estado de grata satisfacción espiritual y física”. Sin embargo su raíz etimológica proviene del latìn fèlix, que vendría a ser fértil, fecundo, productivo. En este punto de origen creemos que podemos encontrar la correlación con el término en que realmente queremos poner foco aquí: happycracia. 

El término «happycracia» no es casual. Eva Illouz y Edgar Cabanas lo acuñaron en su libro Happycracia: Cómo la ciencia y la industria de la felicidad controlan nuestras vidas (2018) para describir un fenómeno inquietante: la transformación de la felicidad en una doctrina social. Según estos autores, la industria de la felicidad nos ha convencido de que ser felices es una responsabilidad individual, una cuestión de voluntad. Si no sos feliz seguramente es tu culpa; no te esforzaste lo suficiente, no pensas positivo, no has hecho el trabajo interno adecuado.

“Ahora la felicidad se considera como un conjunto de estados psicológicos que pueden gestionarse mediante la voluntad: como el resultado de controlar nuestra fuerza interior y nuestro auténtico yo, como el único objetivo que hace que la vida sea digna de ser vivida (…)” (Illouz y Cabanas, 2018).

Esto ya no se refiere del mismo modo abstracto en que lo definía la RAE sino que lo posiciona como referente a un sujeto político particular: individualista, determinado, resiliente y ocupado de su inteligencia emocional. 

Pero, ¿cuál es el precio de esta felicidad obligatoria? Illouz y Cabanas nos advierten sobre las cuatro dimensiones en las que opera este sistema: una ciencia de la felicidad que pretende medir lo inmedible; un discurso sociológico que ignora las desigualdades estructurales; una promesa fenomenológica que nunca se cumple; y una carga moral que nos hace sentir culpables por emociones tan humanas como la tristeza, el enojo o la frustración.

Otro punto clave es la comprensión de la felicidad como mercancía, como el producto estrella del siglo XXI a nivel global. Esto es validado principalmente por la cantidad de productos y aplicaciones que se hacen de ella en todos los ámbitos de la vida cotidiana: desde los consumos culturales como series o películas, libros de autoayuda y crecimiento personal, hasta todo tipo de terapias o servicios que, en pos de brindarnos herramientas para el bienestar, promueven las bases necesarias para convertirnos en los ciudadanos que el mundo moderno necesita que seamos.  

Cabe destacar entonces el rol de las nuevas tecnologías donde sin dudas este fenómeno ya es tendencia. No solo por la dinámica intrínseca que se maneja en redes como Instagram, Facebook o Tik Tok donde solo se priorizan contenidos que manifiesten el costado positivo de la vida de las personas: mostrarse bellos, alegres, comiendo cosas y habitando lugares que a través del consumo muestran la versión más “feliz” de cada uno. Sino también por el creciente contenido de psicólogos positivistas, coaches y otros referentes que se dedican a divulgar está faceta meritocrática de “querer es poder” encargandose de hacerle saber a las personas que “ser feliz es una elección” y que si no lo consigue es porque no estarán esforzándose lo suficiente. 

Detrás de esa cortina de felicidad, sin embargo, se esconde un mandato sutil pero feroz: no te quejes, no dudes, no protestes. ¡Sonreí y seguí adelante! 

Byung-Chul Han, en La sociedad del cansancio (2014), describe cómo el neoliberalismo ha reemplazado las viejas estructuras de control por una autoexigencia disfrazada de libertad: “Se nos anima a comunicar y a consumir; el consumo no se reprime, se maximiza». Es entonces cuando la felicidad se convierte en una trampa: un espejismo que nos mantiene corriendo en la rueda de la productividad insaciable. 

Y acá surge la pregunta: ¿es esta felicidad tan deseada compatible con una vida auténtica? 

Quizá sea momento de reivindicar otras emociones. Dejar de ver la tristeza, el enojo o el desencanto como enemigos a vencer y empezar a reconocer su función. La historia ha demostrado que muchas de las grandes transformaciones sociales surgieron del malestar, de la disconformidad, de una negación rotunda a aceptar las cosas tal como estaban.

Entonces, la próxima vez que este mundo exótico te recuerde que la felicidad es una decisión, tal vez sea bueno detenerse y preguntarse: ¿a qué precio estamos comprando esta felicidad en el mercado de la sonrisa permanente?

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Maria Jesus Abril

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