Me despierto y lo primero que veo es la muerte del Papa. Hay algo extrañamente familiar en esa noticia: llevaba tiempo siguiendo su estado de salud y, sin embargo, ahora que estaba distraída, me sorprende. Como si algunas muertes, incluso esperadas, vinieran con un tipo especial de silencio. Un silencio que no es ausencia de ruido —porque no paran de circular tuits, noticias y fotos—, sino algo más profundo. Una especie de vacío colectivo que sólo ciertos personajes logran generar.
Son pocas las muertes que dejan esta sensación de pérdida compartida, de memoria que se guarda entera. Como si ese día quedara anclado en el tiempo y volviera años después en una conversación: “¿Dónde estabas cuando te enteraste de que…?”. A mí me pasó tres veces. La primera fue con la muerte de Néstor Kirchner. No por razones políticas —iba a la escuela primaria—, pero recuerdo la sorpresa, escuchar la noticia desde mi habitación, ir a ver la tele para entender qué estaba pasando. La segunda fue con la muerte de Maradona. Al principio no me movió un pelo, pero un novio que tenía me dijo que no podía dejar de llorar. Entonces prendí la tele, escuché, y me quedé ahí. Me llevó horas —o días— entender la dimensión de ese fenómeno futbolístico-religioso que atravesaba a un país. Me tomó todavía más tiempo bajar mis prejuicios y comprender que lo que se vivía era mucho más grande que mis reservas personales.
Y hoy, con la muerte de Jorge Bergoglio, me vuelve ese nudo en el pecho. Me atraviesa, me incomoda, me remueve cosas que no creía que seguían ahí.
Desde que nací, mi vida estuvo vinculada a la Iglesia Católica. Empezando por mi nombre, pero también porque nací en una familia profundamente religiosa, incluso cercana al Opus Dei. Desde que aprendí a leer me regalaron la Biblia para niños, y mis abuelos me llevaron a misa cada vez que pudieron. Pero esa no puede ser la historia completa, porque dentro de esa familia fui hija de mi mamá, la oveja rebelde, que ya venía rompiendo con algunos moldes. Nunca hice la comunión, no me aprendí completo ningún rezo, pero adopté sin dudas ciertas costumbres cristianas: la culpa, por ejemplo.
Recuerdo muchas discusiones con mi abuelo, un hombre a quien siempre respeté: doctor en Filosofía, profesor universitario, docente del seminario donde se formaron muchos de los curas de Mendoza. Estudiar Ciencias Sociales, descubrir el feminismo como lugar de refugio, me alejó de muchas de las enseñanzas familiares. Pero hoy, con el diario del lunes, entiendo que lo que mi abuelo intentaba transmitirme era mucho más profundo que un dogma. Me enseñaba a rezar porque era su forma de decirme que había que cuidar el espíritu. Años más tarde entendí que él fue capaz de hacer filosofía y seguir su fe porque, para hacerse algunas preguntas, también hay que tener fe en algo. Esa fue su mayor enseñanza: la humildad ante la pregunta.
Y ahora que ha muerto el Papa Francisco, no puedo dejar de pensar en él. En ese gesto persistente de tender puentes, de invitar al diálogo. Porque no se puede hablar de diálogo sin hablar de Francisco. Su figura incomodaba tanto como abrazaba. Interpelaba desde la fe, pero también desde lo político, lo humano, lo colectivo. Fue uno de los pocos líderes religiosos capaces de cuestionarse a sí mismo y a su institución. Que entendió que no era él ni el Vaticano quienes podían decir que una trava no podía hablar en nombre de Dios. Que los pobres tenían que recuperar la palabra. Que la Iglesia —esa que históricamente se creyó dadora de perdón— debía ahora pedir perdón: por la violencia, por la colonización, por los abusos a las infancias. Y hacerlo de rodillas.
No me siento más religiosa. No me representa el Vaticano con sus paredes bañadas en oro mientras hay gente durmiendo en la Plaza de San Pedro. Pero sí me conmueve la muerte de Bergoglio. Porque en tiempos donde la derecha arrasa, donde el neoliberalismo se nos mete hasta en la bombacha, donde Occidente sigue sin preguntarse hacia dónde nos lleva esta acumulación de individualidades, tuvimos un Papa, argentino y latinoamericano, que intentó escuchar a quienes nadie ve. Que habló de justicia social, que dijo que la Iglesia pierde credibilidad cuando no va a las periferias, y no solo las de la pobreza, sino también las culturales. Que denunció las esclavitudes del mercado como una forma moderna de sometimiento, y que asumió que la Iglesia debía hacerse cargo. Que afirmó: “la gente es creíble cuando pone la carne en el asador”. Y él la puso.
Recuerdo que hace unos años en una cena, un amigo me habló de la Universidad del Sentido, una iniciativa laica impulsada por Francisco. Él decía que la crisis actual no era religiosa, sino de sentido. Y es verdad. Cuesta encontrarle sentido al mundo cuando vemos sus desigualdades, su violencia, su deshumanización. Y sin embargo, había algo en este Papa que me hacía volver a creer que alguien, en algún lugar, todavía se preocupaba por los demás.
No es casualidad que, pocos días antes de su muerte, haya ido a rezar a la Basílica de San Pedro vestido con camiseta y pantalones. Un gesto de humildad, de mostrarse como uno más. Tampoco es un detalle que haya muerto un día después de Pascua, en el llamado a la resurrección. Su presencia en la misa de Pascua fue eso: un gesto político, una afirmación simbólica.
Y ahora, en medio de este duelo que no es del todo propio pero tampoco ajeno, me encuentro pensando ¿Será capaz la Iglesia de seguir el legado de su líder fallecido? ¿Podrá revisar sus estructuras, abrirse al diálogo, hablarles a quienes quedaron fuera? ¿Podrá preocuparse por los otros, por las mujeres, por los putos, por los violentados?
Reviso la biblioteca de mi abuelo. Agarro sus libros, leo sus subrayados. Me encuentro con una frase: “Nadie da lo que no tiene adentro.” Y me pregunto: ¿qué tendrá adentro hoy la Iglesia Católica tras la muerte de Jorge Bergoglio?
Brillante Jesu! Una maravilla tu texto, tus interrogantes, tu sentir esta muerte que conmovió a medio planeta. Te abrazo