Atención 2.0

¿Somos dueños de nuestra atención? ¿Cómo atraviesan las redes en nuestra manera de pensar? ¿Cuáles son los peligros de sus impactos y cuáles sus límites?

En su discurso “Cómo un puñado de empresas de tecnología controlan miles de millones de mentes cada día”, Tristan Harris plantea la manera en que los grupos que controlan el diseño de nuestra vida digital establecen la dirección en que invertimos lo más valioso que tenemos: nuestro tiempo y nuestra atención.

Nos encontramos ante la fragmentación del pensamiento de que “el ciber-ciudadano elige conscientemente”. Harris pone sobre la mesa la falsa de neutralidad de las aplicaciones en sí mismas. En la misma línea, el colectivo italiano Ippolita afirma que el frecuente dicho de que “la tecnología es neutral y depende del uso que se le de” es erróneo, ya que cada herramienta tecnológica tiene características precisas en su fabricación que permiten un margen de libertad acotado. 

“Se oculta el hecho de que las empresas que están detrás de la explosión de los social media no son simples partidarios, a su pesar, de un proceso histórico inevitable; al revés, son agentes activos que persiguen sus propios intereses. Facebook, Google, Twitter, Amazon y otros semejantes necesitan desmantelar la privacy para poder instaurar el reino del consumo personalizado”.

La carrera por nuestra atención funciona a través de la extracción de datos que proporciona cada usuario en su tiempo en pantalla. A mayor tiempo,  aumenta la capacidad de conocer al usuario para ofrecerle productos personalizados.

Esto constituye una forma de socio-poder, considerado como “la más sutil y menos evidente capacidad de plasmar, hacer más o menos deseable una cierta acción, de sugerir, persuadir, generar actitudes.” Es aquí donde reside la peligrosidad. El poder puede identificarse en momentos específicos, en cambio, “el socio-poder es holístico, difuso y omnipresente, activo en la organización del conocimiento y en la reglamentación de la praxis” (Ippolita). Entonces, el socio-poder se sitúa transversalmente en la estructura organizativa de la red. Es en ésta que encontramos las claves para entender su funcionamiento.

Como explica Galloway, autor y profesor en el Departamento de Medios, Cultura y Comunicación de la Universidad de Nueva York, en principios Internet se organiza como una red distribuída, lo que implica que carece de núcleos centrales y nodos radiales: cada entidad tiene autonomía. Cada nodo puede conectarse con cualquier otro nodo sin requerir centros intermediarios.

El modo de operar de los agentes autónomos es siguiendo reglas pre-acordadas y “científicas” del sistema, denominadas protocolos. Es en éstos que encontramos su contradicción intrínseca. Los protocolos están fundados en dos tecnologías maquinicas opuestas: una distribuye radicalmente el control entre sitios autónomos (TC/IP), y la otra concentra el control en jerarquías rígidamente definidas (DNS).  Es decir, la distribución se ejecuta dentro de un espacio cerrado.

Dentro de este espacio, Galloway enfoca el análisis protocológico desde lo posible y lo imposible: “Seguir un protocolo significa que todo lo posible dentro de ese protocolo ya está a nuestro alcance. No seguirlo significa que no hay ninguna posibilidad”. En el funcionamiento cotidiano de la web, las posibilidades se configuran por grupos que definen un mínimo grado de autonomía que cada agente puede concebir.

VanDijk, autora e investigadora de los nuevos medios y profesora de Estudios de Medios Comparativos de la Universidad de Ámsterdam, ejemplifica las posibilidades e imposibilidades de la red a través del funcionamiento de YouTube:

“El sitio controla el tráfico de video no por medio de grillas de programación, sino por un sistema de control de la información que direcciona la navegación del usuario y selecciona qué contenidos promocionar. Si bien el usuario puede creer que tiene el control sobre el contenido que ve, sus decisiones son influidas por los sistemas de referencia, las funciones de búsqueda y los mecanismos de ránking”.

Entonces, los usuarios de la red aportan datos que circulan de manera rizomática, pero terminan llegando a lugares comunes que se definen por la conveniencia económica de la plataforma.

Esta economía digital, basada en la jerarquización y priorización de los contenidos como observamos en YouTube, se sustenta fundamentalmente de los aportes realizados por los usuarios. En palabras de McKenzie Wark, nos encontramos ante “una nueva forma de lucha de clases en la era digital”. Por un lado, la clase hacker que produce nuevo conocimiento y nuevas culturas pero sin disponer de los medios a través de los cuales obtiene el valor de lo que crea. Por otro, la clase vectorialista que no produce nada nuevo sino que transforma la novedad en mercancía, puesto que “la información nunca es inmaterial”, y esta clase posee los medios para encarnarla.

El poder vectorialista, de mover información de un lugar a otro, se alimenta de la captura de lo que la teórica y activista italiana Tiziana Terranova describe como trabajo libre: libre en el sentido de no recompensado económicamente y de entregado voluntariamente. Nos encontramos ante la “economía del don”, donde los usuarios contribuyen voluntariamente y de manera gratuita porque sus aportes son una manera de mostrar sus habilidades y ayudar a su posicionamiento social.

Una vez que el trabajo libre es capturado, “lo que forma el valor es la acumulación de miradas y de atención”, afirma Yves Citton. Así, es necesario dirigir la atención de los individuos a esforzarse en la virtualización. Sin embargo, como Berardi asegura, “podemos aumentar el tiempo de exposición del organismo a la información pero la experiencia virtual no puede intensificarse más allá de ciertos límites”.

“La composición técnica del mundo puede cambiar, pero la apropiación cognitiva y la capacidad de reacción física no la siguen de manera lineal.La esfera objetiva del ciberespacio se expande a la velocidad de la replicación digital, pero el núcleo subjetivo del cibertiempo evoluciona a un ritmo más lento, al ritmo de la corporalidad, del placer y del sufrimiento” (Berardi). 

“Si la historia mundial está caracterizada por una constante aceleración, el surgimiento de las redes de información globales marca un punto límite, como si con la comunicación global hubiésemos chocado contra una pared e iniciado una detonación” (Virilio cit. en Terranova Dinámica de la red). A medida que el ciberespacio crece sin límites, nos encontramos ante la finitud del tiempo mental. La aceleración producida por las tecnologías de red se enfrenta a la precarización del trabajo cognitivo provocando un efecto de saturación del tiempo de atención (Berardi).

Entonces, el punto crucial de la mutación contemporánea reside en la intersección entre el ciberespacio electrónico y el cibertiempo orgánico. Es por ello que creo fundamental retomar el planteo de Sherry Turkle: “A la pregunta de ¿por qué la virtualidad y la vida real deben competir?, ¿por qué no podemos tener ambas cosas?, la respuesta es que, por supuesto, las tendremos. La pregunta importante es ¿cómo les sacaremos lo mejor?.”

Las fuerzas del mercado se dirigen virtualmente en una carrera por nuestra atención. Al  recorrer las implicancias de este fenómeno, es evidente que buscar una salida en esta nota sería utópico. Sin embargo, es ese mismo entendimiento de su complejidad el que nos aproxima a la propuesta de Bernard Stiegler para la era digital:  “es necesario desarrollar comunidades de conocimiento teórico y práctico sobre las redes y en las redes, para establecer espacios de crítica y, para ello, inventar una muy necesaria tecnología política”.

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