Yo pobre mortal, esclava de los datos, amante de la información algorítmica. Yo, monstruo oculto de un arte sin cara que habita el internet. Fruto de un vientre analógico, hermanada con las identidades digitales: hoy renazco desde el encierro, y me proclamo cyborg.
El 8 de junio de este año sacamos la primera edición de esta revista después de varios meses de cranear entre videollamadas infinitas y mucho trabajo. Para ese momento descubrimos Google Analytics, una plataforma hasta entonces desconocida para mi, con la capacidad de darte información sobre tu página web que de otro modo sería imposible obtener. De pronto, me vi cada mañana, revisando las estadísticas de la revista, asombrada cada vez que el punto de lectura en tiempo real se encendía, enceguecida cuando el mapamundi decía que había personas que nos leían del otro lado del país, o del mar, incluso en países que sería incapaz de señalar en un mapa.
Yo, la estudiante de comunicación social, siempre crítica de las sociedades del control, de un día para otro descubrí sin más la obsesión por la big data.
Sobre la Big data
Todxs somos hoy fuentes de información inagotable, el mercado ha sido capaz de convertir nuestras ideas y emociones en la moneda corriente. Supongo, que si estás leyendo esto, ya te enteraste que Facebook no es gratis, pero nunca está demás repensar cómo esos datos que brindamos minuto a minuto en nuestras redes sociales, tienen el poder de mejorar exponencialmente nuestra calidad de vida o de someternos al control total.
A esta altura es lícito preguntarnos ¿Cuál es el resultado de tantos dispositivos conectados, enlazados con sus dueñxs, funcionando constantemente? La respuesta sería sin dudas el aumento exponencial de datos, de todos los temas y formas: porque si antes el problema era la falta de información, hoy el problema es que nos sobra.
Entonces ¿Qué es la big data? Básicamente, son aquellos datos que por su complejidad (y cantidad) no podrían ser contados sino es de manera digital, es decir que para una persona (o un conjunto de ellas) sería imposible recolectar. Sin embargo, ahí están al alcance de la mano.
El problema ético
Esto nos plantea dos debates éticos fundamentales: la pérdida de la intimidad y la confianza ciega. El primero es la comprensión de que todos los datos que antes le pertenecían a nuestra intimidad, hoy son de la red: nuestras preferencias, los lugares que frecuentamos, los caminos que hacemos todos los días, el perfil de las parejas afectivas que buscamos, la pornografía que consumimos o dejamos de consumir, las películas que nos conmueven o las militancias sociales y políticas que nos atraviesan. Hoy nada es un secreto: son datos contabilizados, que muy pronto serán manufacturados para ser vendidos como la próxima película de Netflix.
El segundo, la confianza ciega, nos hace pensar sobre la veracidad de una masa de datos que no podemos chequear, ya que como dijimos para un ser humano son imposibles de contabilizar. De todas formas el sistema ya demostró ser más que eficiente, es por eso que nadie quiere estar exento de esta información.
Ahora el problema es que además tiene dueño.
Lxs prostituids
“Tal vez lo más preocupante no sea la cuestión puramente epistemológica del asunto, si no el uso más pragmático y la racionalidad subyacente en el Big Data” dice Esteban Magnani para la Revista Anfibia. Hace referencia a que el verdadero problema es entonces lo que genera o para lo que puede ser utilizado. En otras palabras, su potencial.
Lo que involucra otra polémica: el consentimiento.
No son las plataformas las que buscan nuestros datos con agentes especiales, no hay espías secretos, ni escenas de Steven Spielberg. Cada unx de nosotrxs, acepta sin cuestionamientos pagar horas de entretenimiento a cambio de sus secretos cada vez que acepta los términos y condiciones de una nueva red social sin saber de qué se trata.
Hace diez años el común de los usuarios de Facebook tenía determinada incompetencia digital, lo asumían como una plataforma donde poder chatear, reencontrarse con compañerxs de una primaria que de otro modo habría olvidado, recordar cumpleaños de desconocidxs, publicar fotos de sus vacaciones y volver a estas acciones un año después desde su pc de escritorio. Sin embargo, en 2020, nuestras habilidades han tenido que modificarse y hacerse cada vez más conscientes.
“En la sociedad del espectáculo masificada todos somos al mismo tiempo espectadores que aplauden y actores en el escenario representando nuestras identidades virtuales. Es impresionante ver cuántos y distintos detalles están dispuestos a contar las personas sobre sus vidas para ser el centro de atención. Igualmente, es muy fácil verificar el poder de las redes sociales como arena de exhibicionismo masturbatorio colectivo” afirma Ippolita en Tengo a Mil amigos pero no conozco a ninguno, y con ello responde a varias preguntas iniciales.
Pasivxs y activxs
Somos putas digitales. Cada unx de nosotrxs,siempre que eligió no leer las Políticas de privacidad, no lo consideró importante o simplemente prefirió no saber. Las redes sociales necesitan perfiles reales, se esmeran en que sus suscriptores sean lo más fieles a sí mismxs, para agregarles un plano real virtual a la cotidianidad, porque sino sería imposible monetizar sus interacciones. O sería posible, pero no concentraría el nivel de eficiencia que hoy supone.
Facebook, Google, Amazone, iPhone, nos necesitan indispensablemente. Es decir, nos tienen, sí. Pero elegimos estar, brindar esa información, porque además nos conviene. Primero como consumidores, shockeados porque el algoritmo nos presente en todas las red social la publicidad del juego de sábanas que queríamos comprar, pero sin embargo nos la presentará tantas veces, en tantos formatos, precios, colores y plataformas que terminaremos comprándosela: porque al fin y al cabo la necesitamos.
Segundo, y todavía más importante como vendedores: de productos, de servicios, de nosotrxs mismos. Si no fuera por la Big data, una pyme tercermundista jamás podría acceder a la base de datos de uno de los monstruos informáticos más importantes del mundo y aplicarla a su negocio. Incluso, en una sub categoría nos sorprendería a lxs hacedores de cultura. Hoy cualquier músico que publique en Spotify puede saber si sería exitoso un show propio en un país que nunca ha pisado, porque las estadísticas le indicarán en qué región tuvo más escuchas. Es momento de abandonar el caparazón analógico, quitarnos la marca de pobres usuarios revendidos y hacernos cargo. Tomar acción y encontrar las reacciones fructíferas de una humanidad que ahora es digital, que nos convence de ser eslabones de un sistema que elegimos y que todavía mejor: tenemos la posibilidad de no elegirlo.