A esta altura no es una novedad sentir que las sociedades contemporáneas construyen día a día espacios para conformar sujetos alienados sobre los cuales recae como preocupación personal el rendimiento personal. Pero, en una sociedad que nos ha educado para el sacrificio, ¿cuál es el papel de la individualidad?
En tiempos de neoliberalismo arrasante las personas se ven atrapadas, muchas veces sin notarlo, al esfuerzo constante, lo que nos impone constantemente la idea de que el éxito se consigue a través de un sacrificio desmesurado. Estas perspectivas se nutren de la noción de que cada individuo es el único responsable de su éxito o fracaso, como si no tuvieran nada que ver los factores estructurales y sociales que influyen en nuestras vidas. (Dirán las malas lenguas: ¿no quieren trabajar? ¿no estudian? ¿se ven agobiados por las tareas de crianza? Será que no se esfuerzan lo suficiente).
Hay una idea dando vueltas de que vivimos en tiempos de satisfacción constante y absoluta, de cero tolerancia a la frustración. Yo creo que es todo lo contrario, los tiempos que corren nos empujan a la desilusión constante. La vara está muy alta porque siempre está puesta por una mirada ajena: es muy difícil cumplir con los estereotipos de belleza que vemos en Instagram, vivir todo el tiempo un momento digno de ser mostrado y filmado en Tik Tok, es incluso complejo ser todos los días capaces de tener una idea ocurrente que pueda entrar en 280 caracteres.
En este contexto, las acciones (y hasta las relaciones) humanas se convierten en herramientas para alcanzar metas individuales, despojadas de esencia genuina y generando relaciones desde la competencia y la superficialidad.
La filósofa y teóloga brasileña Ivone Gebara, ya viene hablando de esto hace rato (no podemos pensar que es casual que seamos las mujeres las que nos preocupamos por poner en agenda estas cuestiones). Asegura que esta concepción individualista socava nuestra capacidad para construir verdaderas relaciones auténticas y solidarias: ya no fomentando la colaboración y la interdependencia, sino desigualdades que perpetúan estas dinámicas opresivas.
En su obra «Mujeres y religiones: de la opresión a la liberación» (1992), reflexiona sobre cómo la cultura del esfuerzo enmascara todo esto: «La cultura del esfuerzo se funda en una noción egoísta de individualidad, que prioriza la maximización de los propios beneficios sin considerar las consecuencias para los demás y para el entorno. Esta forma de relacionarnos con el mundo y con los demás nos aleja de la solidaridad y del cuidado mutuo, generando desequilibrios y conflictos sociales».
Además, destaca la importancia de construir una ética del cuidado y la interdependencia como alternativa a la cultura del esfuerzo en la que estamos inmersos: «Es necesario replantearnos nuestras formas de relacionarnos y construir una ética que valore la colaboración y la reciprocidad. Debemos reconocer que nuestras vidas están entrelazadas y que nuestra libertad individual depende de la libertad de los demás. Solo así podremos superar la lógica de competencia y opresión impuesta por la cultura del esfuerzo».
Una de las claves fundamentales de esta religiosa eco feminista es que además asegura que todas estas dinámicas que replicamos como modelo social actual, casi sin darnos cuenta, son claves para entender como el capitalismo utiliza las mismas pautas de opresión que durante años utilizo el cristianismo para mantener a las personas como mejor les vinierne (domesticadas, asustadas, etc.). Ser conscientes de esto y tomar acción sobre el asunto (incluso sin perder la fe, para quienes la tienen) es lo que Gebara propone realmente.
Está dinámica se ve atravesada por un modelo de consumismo sin límites, donde esta materialidad continúa negada de diferentes maneras. Para entender mejor está estructura, podemos citar a la misma Ivonne, en su texto Reflexiones desde el ecofeminismo, publicado en Vida y pensamiento, una revista teológica de la Universidad Bíblica Latinoamericana. Dice allí: “Véase por ejemplo como se espiritualiza el cuerpo ideal dictado por la moda, como se lo anhela, como se hacen sacrificios para que nos aproximemos a ese ideal pasajero. Y cuando se llega ahí por un breve tiempo, hay que cuidarse de no caer en el infierno de los cuerpos plurales, con sus gorduras y su flacidez sobrando por todos lados. No, dirán ustedes, esto es el capitalismo y no el cristianismo. De hecho es el capitalismo influenciado por una teología sacrificial, por un cuerpo idealizado que sería la meta de todos los cuerpos”.
No quiero entrar con eso en el debate por los estereotipos de belleza y los cánones vigentes, incluso ni siquiera en por qué somos las mujeres quienes como dije anteriormente, buscamos aún poner sobre la mesa estas dinámicas. Busco en realidad ahondar en términos más generales (o más profundo, no estoy segura) sobre cuán alto es el peso del sacrificio en nuestras vidas siendo que estamos inmersos en un entorno social que mide el éxito y el fracaso con una perspectiva de mercantilización.
¿Cuántas veces sentimos culpa de ser lo que somos? ¿Y lo que no somos? ¿Acaso la culpa no es otra cosa que la cultura del esfuerzo diciéndonos constantemente que no estamos a la altura? No es casualidad, son 2023 años de educación cristiana y un modelo social donde hace rato ya ganó el neoliberalismo.
Una descripción de la época con lucidez. Una linterna hacia el pensamiento crítico. Gracias